GOETHE Y EL HOMBRE FAUSTICO

El Fausto



Antecedentes:


Fausto, personaje semilegendario que hizo un pacto con el diablo para alcanzar la sabiduría. Si bien el Fausto literario se identificó en un principio erróneamente con Johann Fust, su verdadero inspirador fue al parecer un tal Johann Faust, que nació en Württemberg alrededor de 1480. Fue un universitario que se ganó la vida con la enseñanza, los conjuros y la buenaventura. A medida que viajaba de ciudad en ciudad, su fama aumentaba y se extendía, y las misteriosas circunstancias de su muerte (tras jactarse de haber vendido su alma al diablo) confirmaron su notoriedad. Martín Lutero atribuyó a Faust poderes diabólicos y para muchos no fue más que un charlatán y un embaucador. Otros sostienen que gozó del mecenazgo del arzobispo de Colonia a partir de 1532, y que murió siendo un hombre respetado. En cualquier caso, durante el siglo XVI se convirtió en protagonista de cuentos populares y aventuras maravillosas publicadas en Frankfurt por el librero Johann Spiesz bajo el título de Historia de Fausten (más conocido como el Fausto de Spiesz, 1587). De este modo, el pacto de Fausto con el diablo entró para siempre en la mitología popular. En la versión de Spiesz, Fausto compra juventud, sabiduría y poderes mágicos a cambio de su alma inmortal, y el demonio se compromete a servirle durante veinticuatro años. La versión que Marlowe hace del mito de Fausto (La trágica historia del doctor Fausto hacia 1588) sigue fielmente el mito de Spiesz. En ella, Fausto pasa de orgulloso buscador del poder divino a penitente desesperado, y su arrepentimiento llega demasiado tarde para librarse del infierno. Fue sin embargo el dramaturgo y crítico alemán, Gotthold Lessing, quien exploró por primera vez la posibilidad de redimir a Fausto, en lugar de condenarlo. En el semanario Briefe, die neueste Literatur betreffend (Cartas sobre la literatura más reciente), editado por su amigo C.F. Nicolai, publica una escena de su fragmentaria obra dramática para ilustrar cómo Fausto podría salvarse si Dios reconociera su sincero afán de arrepentimiento.

El Fausto de Goethe:


Esta idea sirvió de base al Fausto de Goethe (parte I, 1808; parte II, 1832), una obra de enorme repercusión que nos describe a Fausto como un filósofo racionalista dispuesto a arriesgarlo todo, incluso su alma, por ampliar el conocimiento humano, y que obtiene el perdón de Dios por la nobleza de sus intenciones.
Al margen de estas obras, el mito de Fausto ha sido objeto de numerosas versiones populares en teatro de guiñol, óperas y oberturas (de compositores como Gounod, Boito, Busoni, Spohr, Richard Wagner y Berlioz), novelas, obras de teatro y poemas (de Klinger, Chamisso, Grabbe, Lenau, Heine, Valéry y Thomas Mann), e incluso un film de animación (Fausto, de Svankmajer, 1994).





Fragmento de Fausto.
Capitulo I. LA NOCHE


Una estancia gótica, estrecha y de elevada bóveda. FAUSTO, inquieto, sentado en un sillón delante de un pupitre.

FAUSTO.-Con ardiente afán ¡ay! estudié a fondo la filosofía, jurisprudencia, medicina y también, por mi mal, la teología; y héme aquí ahora, pobre loco, que no sé más que antes. Me titulan maestro, me titulan hasta doctor y cerca de diez años ha llevo de nariz a mis discípulos, de acá para allá, a diestro y siniestro… y veo que nada podemos saber. Esto llega casi a consumirme el corazón. Verdad es que soy más entendido que todos esos estultos, doctores, maestros, escritorzuelos y clérigos de misa y olla; no me atormentan escrúpulos ni dudas, no temo al infierno ni al diablo… pero, a trueque de eso, me ha sido arrebatada toda clase de goces. No me figuro saber cosa alguna razonable, ni tampoco imagino poder enseñar algo capaz de mejorar y convertir a los hombres. Por otra parte, carezco de bienes y caudal, lo mismo que de honores y grandezas mundanas, de suerte que ni un perro quisiera por más tiempo soportar semejante vida. Por esta razón me di a la magia, para ver si mediante la fuerza y la boca del Espíritu, me sería revelado más de un arcano, merced a lo cual no tenga en lo sucesivo necesidad alguna de explicar con fatigas y sudores lo que ignoro yo mismo, y pueda con ello conocer lo que en lo más íntimo mantiene unido al universo, contemplar toda fuerza activa y todo germen, no viéndome así precisado a hacer más tráfico de huecas palabras. ¡Oh luna que brillas en toda tu plenitud! ¡Ojalá vieras por vez postrera mi tormento! Tú, a quien tantas veces a la medianoche esperaba yo velando junto a este pupitre; entonces, inclinado sobre papeles y libros, te me aparecías, triste amiga mía. ¡Ah! ¡Si a tu dulce claridad pudiera al menos vagar por las alturas montañosas o cernerme con los espíritus en derredor de las grutas del monte, moverme en las praderas a los rayos de tu pálida luz, y, libre de toda densa humareda del saber, bañarme sano en tu rocío! ¡Ay de mí! ¿Todavía estoy metido en esa mazmorra? Execrable y mohoso cuchitril, a través de cuyos pintados vidrios se quiebra mortecina la misma grata luz del cielo. Estrechado por esa balumba de libros roídos por la polilla, cubiertos de polvo, y a cuyo alrededor, llegando hasta lo alto de la elevada bóveda, se ven pegados rimeros de ahumados papeluchos; cercado por todas partes de redomas y botes; atestado de aparatos e instrumentos; abarrotado de cachivaches, herencia de mis abuelos… iHe aquí tu mundo! ¡Y a eso se llama un mundo! ¿Y aún preguntas por qué tu corazón se oprime ansioso en tu pecho, por qué un dolor indecible paraliza en ti todo movimiento vital? En lugar de la naturaleza viviente en cuyo seno creó Dios a los hombres, sólo ves en torno tuyo esqueletos de animales y osamentas de muertos, todo confundido entre el humo y la podredumbre. ¡Ea! ¡Fuera de aquí! ¡Huye al dilatado campo! ¿Acaso no es para ti suficiente sal vaguardia este misterioso libro de la propia mano de Nostradamus? Entonces conocerás el curso de los astros, y si la Naturaleza te alecciona, entonces se te descifre aquí los sagrados signos. ¡Vosotros espíritus que espíritu a otro espíritu. En vano es que la árida meditación te descifre aquí los sagrados signos. Vosotros espíritus que flotáis junto a mí, respondedme, si oís mi acento! (Abre el libro y ve el signo del Macrocosmos). ¡Ah! ¡Qué deleite invade súbitamente todos mis sentidos a la vista de este signo! Siento circular por mis nervios y venas, otra vez enardecida una nueva y santa dicha de vivir. ¿Fue un dios quien trazó estos signos que claman el hervor de mi pecho, llenan de gozo mi pobre corazón, y mediante un misterioso impulso descubren en torno mío las fuerzas de la Naturaleza? ¿Soy un dios? ¡Todo se hace para mí tan claro! En estos simples rasgos veo expuesta ante mi alma la Naturaleza en plena actividad. Ahora por vez primera, comprendo lo que dice el Sabio: «El mundo de los espíritus no está cerrado; tu sentido está obtuso, tu corazón está muerto. ¡Animo, discípulo, baña sin descanso tu pecho terrenal en los rayos de la aurora!» (Contempla el signo.) ¡Cómo se entretejen todas las cosas para formar el Todo obrando y viviendo lo uno en otro! ¡Cómo suben y bajan las potencias celestes pasándose unas a otras los cubos de oro! Con alas que exhalan bendiciones, penetran desde el cielo a través de la tierra, llenando de armonía el Universo entero. ¡Qué espectáculo! Mas ¡ay! ¡un espectáculo tan sólo! ¿Por dónde asirte, Naturaleza infinita? ¿Cómo coger tus pechos, manantiales de toda vida, de quienes están suspendidos el cielo y la tierra, y contra los cuales se oprime el lánguido seno? Os mostráis repletos, ofrecéis el sustento que mana de vosotros, ¿y yo me consumiré así en vano? (Vuelve con despecho la hoja del libro, y percibe el signo del Espíritu de la Tierra.) ¡Cuán diversamente obra en mi ser este signo! Estás más cerca de mí, Espíritu de la Tierra; siento ya más exaltadas mis fuerzas y hállome enardecido, como si fuera por efecto del vino nuevo. Siéntome con bríos para aventurarme en el mundo, para afrontar las amarguras y dichas terrenas, para luchar contra las tormentas y permanecer impávido en medio de los crujidos del naufragio. Las nubes se acumulan sobre mí… Ia luna vela su luz… mi lámpara se amortigua. Exálanse vapores… rojas centellas surcan el aire en derredor de mis sienes… un frío estremecimiento baja como un soplo desde la bóveda y se apodera de mí. Bien lo veo: eres tú que flotas en torno mío, Espíritu que yo imploro. ¡Muéstrate a mi vista! ¡Ah! ¡cómo se sobresalta mi corazón! Todos mis sentidos pugnan por abrirse a nuevas impresiones. Siento cómo mi corazón se te entrega por completo. ¡Aparece! ¡aparece! Preciso es, aunque me cueste la vida.

Fuente: Goethe, Johann Wolfgang von. Fausto. Edición de Manuel José González y Miguel Ángel Vega. Traducción de José Roviralta. Madrid. Ediciones Cátedra, 1987.


Las Vísperas del Fausto

Por Adolfo Bioy Casares





Esa noche de junio de 1540, en la cámara de la torre, el doctor Fausto recorría los anaqueles de su numerosa biblioteca. Se detenía aquí y allá; tomaba un volumen, lo hojeaba nerviosamente. Volvía a dejarlo. Por fin esco­gió los Memorabilia de Jenofonte. Colocó el libro en el atril y se dispuso a leer. Miró hacia la ventana. Algo se había estremecido afuera. Fausto dijo en voz baja: «Un golpe de viento en el bosque». Se levantó, apartó bruscamente la cortina. Vio la noche, que los árboles agrandaban.
Debajo de la mesa dormía Señor. La inocente respiración del perro afirmaba, tranquila y persuasiva como un amanecer la realidad del mundo. Fausto pensó en el infierno.
Veinticuatro años antes, a cambio de un invencible poder mágico, había vendido su alma al diablo. Los años habían corrido con celeridad. El plazo expiraba a medianoche. No eran. todavía, las once.
Fausto oyó unos pasos en la escalera; después tres golpes en la puerta. Preguntó:
«¿Quién llama?» «Yo» contestó una voz que el monosílabo no descubría, “Yo”. El doctor la había reconocido, pero sintió alguna irritación y repitió la pregunta. En tono de asombro y de reproche contestó el criado: «Yo, Wagner». Fausto abrió la puerta. El criado entró con la bandeja, la copa de vino del Rin y las tajadas de pan y comentó con aprobación risueña lo adicto que era su amo a ese refrigerio. Mientras Wagner explicaba, como tantas veces, que el lugar era muy solitario y que esas breves charlas lo ayudaban a pasar la noche, Fausto pensó en la complaciente costumbre, que endulza y apresura la vida, tomó unos sorbos de vino, comió unos bocados de pan y. por un instante, se creyó seguro. Reflexionó: «Si no me alejo de Wagner y del perro no hay peligro».
Resolvió contar a Wagner sus terrores. Luego recapacitó: «Quién sabe los comentarios que haría». Era una persona supersticiosa (creía en la magia), con una plebeya afición por lo macabro, por lo truculento y por lo sentimental. El instinto le permitía ser vívido; la necedad. atroz. Fausto juzgó que no debía exponerse a nada que pudiera turbar su ánimo o su inteligencia.
El reloj dio las once y media. Fausto pensó: «No podrán defenderme. Nada me salvará». Después hubo como un cambio de tono en su pensamiento; Fausto levantó la mirada y continuó: «Más vale estar solo cuando llegue Mefistófeles. Sin testigos, me defenderé mejor». Además, el incidente podía causar en la imaginación de Wagner (acaso también en la indefensa irracionali­dad del perro) una impresión demasiado espantosa y duradera.
-Ya es tarde, Wagner. Vete a dormir.
Cuando el criado iba a llamar a Señor, Fausto lo detuvo y, con mucha ternura, despertó a su perro. Wagner recogió en la bandeja el plato del pan y la copa y se acercó a la puerta.
El perro miró a su amo con ojos en que parecía arder, como una débil y oscura llama, todo el amor, toda la esperanza y toda la tristeza del mundo.
Fausto hizo un ademán en dirección de Wagner, y el criado y el perro salieron. Cerró la puerta y miró a su alrededor. Vio la habitación, la mesa de trabajo, los íntimos volúmenes. Se dijo que no estaba tan solo.
El reloj dio las doce menos cuarto. Con alguna vivacidad, Fausto se acercó a la venta­na y entreabrió la cortina. En el camino a Finstenwalde vacilaba, remota, la luz de un coche.
«¡Huir en ese coche!» murmuró Fausto y le pareció que agonizaba de esperanza. Alejarse, he ahí lo imposible. No había caballo bastante rápido ni camino bastante largo. Entonces, como si en vez de la noche encontrara el día en la ventana, concibió una huida hacía el pasa­do; refugiarse en el año 1440 o más atrás aún: [sus poderes mágicos conseguidos por el pacto con el diablo hacían posible]postergar por doscientos años la ineluctable medianoche. Se imaginó al pasado como a una tenebrosa región desconocida: pero se preguntó, si antes no estuve allí ¿cómo puedo llegar ahora? ¿Cómo podía él introducir en el pasado un hecho nuevo? Vagamente recordó un verso de Agatón, citado por Aristóteles: «Ni el mismo Zeus puede alterar lo que ya ocurrió». Si nada podía modificar el pasado, esa infinita llanura que se prolongaba del otro lado de su nacimiento era inalcanzable para él. Quedaba todavía, una escapatoria. Volver a nacer, llegar de nuevo a la hora terrible en que vendió su alma a Mefistófeles. Venderla otra vez, y cuando llegara, por fin, a esta noche correrse una vez más al día del nacimiento
Miro el reloj. Faltaba poco para la medianoche. Quien sabe desde cuándo se dijo representaba su vida de soberbia, de perdición, de terrores; quién sabe desde cuándo engañaba a Mefistófeles.¿ Lo engañaba, en verdad? ¿ Esa interminable repetición de vidas ciegas no era en realidad su merecido infierno?
Fausto se sintió muy viejo y muy cansado. Su última reflexión fue sin embargo de fidelidad hacia la vida; pensó que en ella, no en la muerte, se deslizaba como un agua oculta, el descanso. Con valerosa indiferen­cia postergó hasta el último instante la resolución de huir o de quedarse. La campana del reloj sonó doce veces...

(de «HISTORIA PRODIGIOSA», 1961)